La obligación de investigar ante la existencia de una denuncia o de razón fundada para creer que se ha cometido un acto de tortura.
Recordaba Manuel de Rivacoba y Rivacoba al prologar su traducción al español de las Observaciones sobre la tortura de Pietro Verri que, acaso en pocos ámbitos como en el penal, los principios que pusieron de relieve y por cuya consagración pugnaron los hombres del siglo XVIII conserven más viva actualidad y más fresca humanidad.
La edición de esta traducción del ensayo de Verri criticando la profusa e inhumana aplicación de la tortura en la indagación de las unciones maléficas a las cuales se atribuyó la peste, que devastó a Milán el año 1630 y tengo a la vista, esta fechada el año 1977, cuando se llegaba al clímax de la ejecución del plan criminal ordenado con el alegado motivo de la lucha contra la subversión por los ex Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas que usurparon el poder el año 1976.
Tres siglos y medio luego de esa peste devastadora en Milán, la tortura se adueñaba de la Argentina mediante la ejecución de miles de operativos clandestinos, por los cuales fueron conducidas a cientos de centros clandestinos de detención muchas personas, que fueron allí sometidas a los malos tratos más aberrantes, entre ellos la técnica del “submarino”, que consiste en sumergir hasta provocar principios de asfixia en toneles con agua o privar de aire mediante bolsas herméticas que cubren la cabeza y se ajustan al cuello, a personas inmovilizadas por ataduras, para obligarlas a suministrar información contra sí mismas y contra sus allegados.
Mucho ha mejorado, desde entonces, la situación local pero, fallecido hace ya algunos años, Rivacoba y Rivacoba no escuchó al vicepresidente Dick Cheney de los Estados Unidos de Norteamérica, entrevistado por la cadena televisiva ABC de los Estados Unidos, el 15 de diciembre de 2008, defendiendo públicamente el empleo del “waterboardering” contra los “prisioneros” sin juicio de la base norteamericana de Guantánamo. No puede decirse, entonces, lo mismo de la situación mundial.
Los principios del derecho penal liberal, no se equivocaba en ello el maestro español, conservan la más viva actualidad.
Teniendo en cuenta que no es posible descartar los recurrentes exabruptos y sublevaciones contra la integridad corporal de las personas, los Estados han asumido como un compromiso internacional el deber de investigar posibles actos de tortura. En primer lugar, ya al rubricar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y, en el ámbito regional, la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
La protección contra la tortura en el Pacto Internacional:
Por el art. 2.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, los Estados Partes se comprometen a respetar y a garantizar a todos los individuos sujetos a su jurisdicción, los derechos en él reconocidos, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.
Entre estos derechos el art. 7 garantiza que “Nadie será sometido a torturas…”
Y el art. 10 que las personas privadas de su libertad por los Estados tienen derecho a recibir un trato humano, con lo que implícitamente prohíbe que sean sometidas a tortura o tratos malos, inhumanos o degradantes.
Una lectura meramente literal de estas disposiciones no encontrará en ellas sustento para una obligación estatal de investigación pronta e imparcial de una denuncia de que se ha cometido un acto de tortura.
Pero la jurisprudencia de los órganos creados por el propio Pacto ha venido a precisar el alcance del compromiso de “garantizar a todos los individuos” el derecho a no ser sometido a torturas.
El Comité de Derechos Humanos, encargado del seguimiento de la aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, se ha expedido sobre el tema que nos ocupa mediante observaciones generales, actualizadas por las que llevan los números 20 (adoptada en 1992), relativa a la prohibición de la tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, es decir, al art. 7 antes citado, y la número 21, referida al trato humano que debe prestarse en favor de las personas privadas de libertad.
Ha señalado que los Estados partes del tratado deben garantizar en el derecho interno la presentación de denuncias contra los malos tratos prohibidos por el artículo 7 y que las amnistías concedidas a favor de personas que hubieren sido condenadas por haber perpetrado el delito de aplicación de tormentos "generalmente resultan incompatibles con la obligación de los Estados de investigar tales actos, de garantizar que no se cometan tales actos dentro de su jurisdicción y de velar por que no se realicen tales actos en el futuro. Los Estados no pueden privar a los particulares del derecho a una reparación efectiva…"
En la observación general 21 (también de 1992) relativa al art. 10 del Pacto, el Comité de Derechos Humanos afirmó que las personas privadas de libertad no pueden ser sometidas a un trato incompatible con el artículo 7 del tratado (que prohíbe la tortura).
El Comité expresó que la obligación de tratar a toda persona privada de libertad con humanidad y respeto de su dignidad, es una norma fundamental de aplicación universal, cuya observancia no puede depender de los recursos materiales disponibles, y que por el contrario, debe aplicarse sin distinción de ningún tipo, de lo que se desprende que también a las personas privadas de su libertad hay que garantizarles el derecho a presentar denuncias por haber sido sometidas a tortura. Y que amnistiar las torturas inflingidas en prisión también resultará, generalmente, incompatible con la obligación de garantía.
El sistema regional:
Por el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los Estados partes se comprometieron a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y también a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a la jurisdicción de cada país, sin discriminación alguna, en los mismos términos que en el compromiso internacional reflejado en el Pacto Internacional antes citado.
El artículo 5.1 asegura que toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral y el mismo artículo en el punto 2 afirma que nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes y que toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano.
Tampoco en la lectura literal de estas disposiciones se advierte una obligación de investigación pronta e imparcial de toda denuncia de tortura.
Ha sido la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos la primera en suministrar contenido al deber de garantizar los derechos en función del derecho a no ser sometido a torturas.
Ya en 1986, en su sentencia inaugural sobre el fondo de un caso contencioso (el caso Velásquez Rodríguez), la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pudo precisar el contenido de dicha garantía recurriendo claramente, aunque sin citarlas, dado que no eran compromisos vigentes o asumidos en el caso, a la reciente Convención contra la Tortura aprobada internacionalmente (1984) y a la aún más próxima Convención Interamericana para la Prevención y Sanción de la Tortura (1985), a cuyos textos luego me referiré.
El fallo fue el resultado de una denuncia interpuesta en contra de la República de Honduras por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos , por un caso de desaparición forzada que databa del año 1981.
Señaló la Corte Interamericana que el artículo 1.1 de la Convención es fundamental para determinar si una violación de los derechos humanos allí reconocida puede ser atribuida a un país obligado. En efecto, dicho artículo pone a cargo de los Estados Partes los deberes fundamentales de respeto y de garantía, de tal modo que todo menoscabo a los derechos humanos reconocidos en la Convención que pueda ser atribuido, según las reglas del Derecho Internacional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública, constituye un hecho imputable al Estado que compromete su responsabilidad en los términos previstos por la misma Convención.
La obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la Convención a toda persona sujeta a la jurisdicción de los Estados partes, en lo relativo a no ser sometido a torturas, implica el deber de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derecho humanos. Como consecuencia de esta obligación los Estados Partes deben prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar, además, el restablecimiento, si es posible, del derecho conculcado (en el caso, la integridad física) y, en su caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos humanos.
Ha establecido la Corte Interamericana, ya en ese valioso y oportuno fallo inaugural, que la obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación (es decir, no basta con prohibir la tortura incorporando una figura penal al Código Penal), sino que esta obligación de garantía importa la necesidad de una conducta gubernamental que asegure la existencia, en la realidad, de una eficaz garantía del libre y pleno ejercicio de los derechos humanos que, en el caso de la tortura, debe comprender la aplicación efectiva de dicha norma legal investigando de modo adecuado (pronta e imparcialmente) toda denuncia y sancionando al responsable, entre otras obligaciones (párrafos 166 y 167).
Ha dicho, además, el fallo citado:
“... un hecho ilícito violatorio de los derechos humanos que inicialmente no resulte imputable directamente a un Estado, por ejemplo, por ser obra de un particular o por no haberse identificado al autor de la trasgresión, puede acarrear la responsabilidad internacional del Estado, no por ese hecho en sí mismo, sino por la falta de la debida diligencia para prevenir la violación o para tratarla en los términos requeridos por la Convención.”
“El Estado está en el deber jurídico de prevenir, razonablemente, las violaciones de los derechos humanos, de investigar seriamente con los medios a su alcance las violaciones que se hayan cometido dentro del ámbito de su jurisdicción a fin de identificar a los responsables, de imponerles las sanciones pertinentes y de asegurar a la víctima una adecuada reparación” (párrafos 172 y 174).
Conforme la jurisprudencia citada, que se emitió en un caso relativo al derecho a la vida, pero que se refería, obiter dictum al deber de garantía respecto de todos los derechos asegurados por la Convención americana, dicha obligación tiene un amplio alcance: comprende la organización del aparato gubernamental para asegurar el libre y pleno ejercicio de todos los derechos humanos, lo que implica, en lo que aquí nos ocupa, la obligación de investigar y sancionar a las personas que fueren responsables de tales violaciones. El incumplimiento de este deber de garantía, genera responsabilidad para el Estado, no sólo frente a las violaciones directamente imputables, sino también cuando, frente a violaciones desarrolladas por personas que no eran agentes del Estado, no las previno adecuadamente, o no las investigó adecuadamente sancionando a los responsables, o no aseguró el restablecimiento y la reparación a las víctimas.
Sobre la obligación de investigar y sancionar a los responsables, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido:
“El Estado está, por otra parte, obligado a investigar toda situación en la que se hayan violado los derechos humanos protegidos por la Convención. Si el aparato del Estado actúa de modo que tal violación quede impune y no se restablezca, en cuanto sea posible, a la víctima en la plenitud de sus derechos, puede afirmarse que ha incumplido el deber de garantizar su libre y pleno ejercicio a las personas sujetas a su jurisdicción. Lo mismo es válido cuando se tolere que los particulares o grupos de ellos actúen libre o impunemente en menoscabo de los derechos humanos reconocidos en la Convención.
“En ciertas circunstancias puede resultar difícil la investigación de hechos que atenten contra derechos de la persona. La de investigar es, como la de prevenir, una obligación de medio o comportamiento que no es incumplida por el solo hecho de que la investigación no produzca un resultado satisfactorio. Sin embargo, debe emprenderse con seriedad y no como una simple formalidad condenada de antemano a ser infructuosa. Debe tener un sentido y ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares, que dependa de la iniciativa procesal de la víctima o de sus familiares o de la aportación privada de elementos probatorios, sin que la autoridad pública busque efectivamente la verdad. Esta apreciación es válida cualquiera sea el agente al cual pueda eventualmente atribuirse la violación, aun los particulares, pues si sus hechos no son investigados con seriedad, resultarían, en cierto modo, auxiliados por el poder público, lo que comprometería la responsabilidad internacional del Estado” (párrafos 176 y 177 del fallo citado).
La Corte Interamericana ha aplicado este criterio en casos en los que trató específicamente la violación al derecho a la integridad personal por imposición de tormentos. Lo reiteró, por ejemplo, recientemente citando el caso Penal Miguel Castro Castro c/ Perú resuelto el 25/11/2006 (párrafos 344 y 347), al fallar sobre el fondo respecto del caso contra Argentina “Bueno Alves” el 11/5/2007, oportunidad en que nuevamente señaló que:
“a la luz de la obligación general de garantizar a toda persona bajo su jurisdicción los derechos humanos consagrados en la Convención, establecida en el artículo 1.1 de la misma, en conjunto con el derecho a la integridad personal conforme al artículo 5 (Derecho a la Integridad Personal) de dicho tratado, existe la obligación estatal de iniciar de oficio e inmediatamente una investigación efectiva que permita identificar, juzgar y sancionar a los responsables, cuando existe denuncia o razón fundada para creer que se ha cometido un acto de tortura”
“En definitiva, el deber de investigar constituye una obligación estatal imperativa que deriva del derecho internacional y no puede desecharse o condicionarse por actos o disposiciones normativas internas de ninguna índole. Como ya ha señalado este Tribunal, en caso de vulneración grave a derechos fundamentales la necesidad imperiosa de prevenir la repetición de tales hechos depende, en buena medida, de que se evite su impunidad y se satisfaga las expectativas de las víctimas y la sociedad en su conjunto de acceder al conocimiento de la verdad de lo sucedido. La obligación de investigar constituye un medio para alcanzar esos fines, y su incumplimiento acarrea la responsabilidad internacional del Estado” (párrafos 89 y 90 del caso Bueno Alves).
En el caso Bayarri c/ Argentina, fallado el 30/10/2008, la Corte Interamericana, aunque no había sido solicitado por las partes, interpretó el alcance de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, vigente desde 1989. Volvió a citar los precedentes mencionados y agregó que, aún cuando no hubiere una denuncia, que muchas veces no se presenta por temor, ante la presencia de indicios de ocurrencia de una aplicación de tormentos el Estado debe iniciar de oficio, de modo inmediato una investigación imparcial, independiente y minuciosa que permita determinar el origen de las lesiones advertidas, identificar a los responsables e iniciar su procesamiento (párrafo 92). La Corte consideró que ello no había ocurrido en el caso Bayarri dado que el juez, ante el cual fue conducido con hematomas en el rostro, entre otros indicios, omitió ordenar la respectiva investigación, en la que luego se obstruyó la incorporación de pruebas y por ello consideró vulnerados los puntos 1 y 2 del artículo 5 en función del artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y los artículos 1, 6 y 8 de la Convención Interamericana para la Prevención y Sanción de la Tortura (párrafo 94).
De modo análogo, como hemos visto en las observaciones generales citadas del Comité de Derechos Humanos, puede interpretarse el deber de garantía establecido en la norma del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos antes citada, en función de la garantía a no ser sometido a tormentos allí asegurada.
Las convenciones específicas:
Los Estados han considerado insuficiente la protección antes detallada y por ello, en esta materia en particular, consideraron necesario suscribir compromisos aún más amplios. La Convención contra la Tortura obliga a tomar, entre otras, las medidas judiciales eficaces para impedir los actos de tortura (art. 2) y a velar por que, siempre que haya motivos razonables para creer que dentro de su jurisdicción se ha cometido un acto de tortura, las autoridades competentes procedan a una investigación pronta e imparcial (art. 12) y para que toda persona que alegue haber sido sometida a tortura bajo su jurisdicción, tenga derecho a presentar una queja y a que su caso sea pronta e imparcialmente examinado, adoptando medidas para asegurar que quien presente la queja y los testigos estén protegidos contra malos tratos o intimidación como consecuencia de la queja o del testimonio prestado (art. 13).
La Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura establece, de modo coincidente, la obligación de sancionar la tortura (art. 1), y de adoptar medidas efectivas para prevenir y sancionar la tortura en el ámbito de su jurisdicción (art. 6), garantizando a toda persona que denuncie haber sido sometida a tortura el derecho a que el caso sea examinado imparcialmente y que, cuando exista denuncia o razón fundada para creer que se ha cometido un acto de tortura, se procederá de oficio y de inmediato a realizar una investigación sobre el caso y a iniciar, cuando corresponda, el respectivo proceso penal y garantiza, además, que una vez agotados los recursos que prevé el ordenamiento jurídico interno, el caso pueda ser sometido a las instancias internacionales aceptadas por el Estado parte (art. 8).
El Comité contra la Tortura en su segunda observación general (del año 2007) se ha expedido respecto de la aplicación del artículo 2 de la Convención contra la Tortura, el cual recoge la prohibición absoluta de la tortura, así como sobre las medidas eficaces para prevenir, impedir y sancionar la tortura.
El Comité indicó que los Estados Partes tienen la obligación de adoptar medidas eficaces para impedir que las autoridades u otras personas que actúen a título oficial cometan directamente, instiguen, inciten, fomenten o toleren actos de tortura, o de cualquier otra forma participen o sean cómplices de esos actos, de conformidad con la definición prevista en la Convención.
A criterio del Comité, cuando las autoridades del Estado u otras personas que actúan a título oficial o al amparo de la ley tienen conocimiento o motivos fundados para creer que sujetos privados o actores no estatales cometen actos de tortura o malos tratos y no ejercen la debida diligencia para impedir, investigar, enjuiciar y sancionar a dichas personas, el Estado es responsable y sus funcionarios deben ser considerados autores, cómplices o partícipes por consentir o tolerar esos actos prohibidos.
De igual manera, opinó que la negligencia del Estado para intervenir y poner fin a esos actos, sancionar a los autores y ofrecer reparación a las víctimas posibilita que los actores no estatales cometan impunemente actos prohibidos por la Convención. En este sentido, la indiferencia o inacción del Estado constituye una forma de incitación y/o de autorización de hecho.
El Comité destacó que también sería una violación de la Convención enjuiciar como malos tratos conductas en las que también están presentes los elementos constitutivos de tortura .
Por otra parte, el Comité ha desarrollado medidas específicas para que los Estados puedan de manera rápida y efectiva adoptar las disposiciones necesarias y apropiadas para impedir los actos de tortura y los malos tratos. Estas garantías básicas que recomienda el Comité se aplican a todas las personas privadas de libertad. Entre ellas, se incluye la obligación de los Estados de garantizar la existencia de recursos jurisdiccionales y de otro tipo abiertos a los detenidos y las personas que corren el riesgo de ser sometidas a torturas o malos tratos, de modo que sus quejas puedan ser examinadas sin demora y de forma imparcial y los interesados puedan invocar sus derechos e impugnar la legalidad de su detención o del trato recibido.
Los principios y procedimientos aplicables a una eficaz documentación e investigación de actos de tortura:
El Protocolo de Estambul es un conjunto de principios fundamentales basados en las normas, jurisprudencia y costumbres internacionales volcados en un práctico manual, útil para orientar la labor de todos los operadores jurídicos, médicos y de otras profesiones y la de los funcionarios que deben investigar casos de tortura. Han sido elaborados por calificados expertos, con participación de las más renombradas organizaciones no gubernamentales y presentados a la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos el 9 de agosto de 1999. Se anexaron a la resolución 55/89 de la Asamblea General, de 4 de diciembre de 2000, y a la resolución 2000/43 de la Comisión de Derechos Humanos, de 20 de abril de 2000.
Los principios orientadores básicos son que la investigación debe efectuarse con competencia, imparcialidad, independencia, prontitud y minuciosidad (párrafo 74 y siguientes del Manual aquí citado).
Debe dirigirse la investigación a:
a) Aclarar los hechos y establecer y reconocer la responsabilidad de las personas o los Estados ante las víctimas y sus familias;
b) Determinar las medidas necesarias para impedir que se repitan estos actos;
c) Facilitar el procesamiento y, cuando corresponda, el castigo mediante sanciones disciplinarias de las personas cuya responsabilidad se haya determinado en la investigación, y demostrar la necesidad de que el Estado ofrezca plena reparación, incluida una indemnización financiera justa y adecuada, así como los medios para obtener atención médica y rehabilitación (párrafo 78).
La investigación debe efectuarse con prontitud y eficacia. Incluso cuando no exista denuncia expresa, deberá iniciarse una investigación si existen indicios de eventuales torturas o malos tratos (párrafo 79).
Los investigadores deben ser independientes de los presuntos autores y del organismo al que éstos pertenezcan y ser competentes e imparciales con autoridad para encomendar investigaciones a expertos imparciales, hacer públicas sus conclusiones (párrafo 79) estar facultados y obligados a obtener toda la información necesaria para la investigación, debiendo respetar el carácter confidencial impuesto por la ética profesional. Deben disponer de todos los recursos presupuestarios y técnicos necesarios y estar facultados para citar coercitivamente a los testigos e incluso el testimonio de los imputados .
Las presuntas víctimas de torturas o malos tratos, los testigos, quienes realicen la investigación y sus familiares, deben ser protegidos de amenazas o violencias.
Los imputados de imponer torturas o malos tratos deben ser apartados de todos los puestos que entrañen un control o poder directo o indirecto sobre los querellantes, los testigos y sus familias, así como sobre quienes practiquen las investigaciones (párrafo 80).
Las presuntas víctimas de torturas o malos tratos y sus representantes legales deben ser informados de las audiencias que se celebren, a las que podrán tener acceso así como a toda la información pertinente, teniendo derecho a presentar otras pruebas (párrafo 81).
Se ha previsto que cuando los procedimientos establecidos resulten insuficientes por falta de competencia técnica, o posible falta de imparcialidad o existan indicios de una conducta abusiva habitual u otras razones fundadas, debe designarse una comisión independiente u otro procedimiento análogo.
La información médica obtenida durante la investigación tendrá carácter confidencial y se requerirá la opinión de la presunta víctima o de su representante, consignándola. Cuando corresponda, se remitirá por escrito a la autoridad encargada de investigar los presuntos actos de tortura o malos tratos. Ninguna otra persona debe tener acceso a esa información sin el consentimiento del interesado o la autorización de un tribunal competente (párrafo 82).
¿Es posible cumplir estos compromisos internacionales y regionales?
En la Argentina los procedimientos para identificar, investigar y, en su caso, sancionar casos de tortura no se llevan a cabo de acuerdo a los criterios fijados en el Protocolo de Estambul. Por consiguiente, no cumple nuestro país las obligaciones internacionales que ha asumido al ratificar los instrumentos internacionales antes descriptos.
Esto ocurre, en mi opinión, por razones que intentaré resumir.
Como consecuencia de la doctrina de la seguridad nacional, que inspirara el accionar de las sucesivas dictaduras militares que interrumpieron el orden constitucional argentino durante el siglo XX, fue impuesta la “militarización” y la subordinación a autoridades militares de las más diversas instituciones.
Ambas cosas ocurrieron con el Servicio Penitenciario Federal.
Fue “Militarizado” ya por el primer Estatuto Penitenciario elaborado en la Secretaría de Trabajo del gobierno impuesto por el golpe de estado que asumiera el poder en el año 1943, mediante el decreto 12.351/46. Esta norma de facto que lleva la firma de Juan Domingo Perón como vicepresidente de facto de la Argentina, creó el “estado penitenciario”, análogo al “estado militar” y al “estado policial”.
Este denominación jurídica destinada a caracterizar la situación creada por el conjunto de deberes y obligaciones de los ciudadanos a quienes se asignan funciones tales, derivó durante los primeros años del primer gobierno democrático de Perón en un verdadero fuero personal corporativo, similar a los privilegios nobiliarios, que llegó incluso a declarar excluidos de la justicia ordinaria a los funcionarios allí comprendidos, por una cláusula introducida en el art. 29 de la Constitución Justicialista de 1949, cláusula que sometía incluso a los civiles a dichos “tribunales” corporativos .
El primer escalafón penitenciario aprobado, reitero, durante un gobierno ilegítimo, tuvo la particularidad de que los profesionales y demás técnicos (los abogados, los docentes y también los médicos, enfermeros, etc.) quedaron subordinados en rango al “cuerpo penitenciario” o personal penitenciario con rango de oficial.
Este deterioro institucional, que no logró ser revertido durante los breves períodos democráticos que hubo durante los siguientes treinta años, llegó a la literal “colonización” del Servicio Penitenciario Federal por las autoridades militares, mediante el artículo 10 de la ley de facto 20.416 (de 1973) que decía:
“El nombramiento de Director Nacional deberá recaer en un Oficial Superior de las Fuerzas Armadas de la Nación, del Escalafón Comando…” (esta grosera disposición, como todas las análogas que subordinaron a autoridades militares desde canales de televisión hasta empresas del estado, fueron dejadas sin efecto por el art. 7° de la ley de facto 23.023 del año 1983).
Subsiste, no obstante, en la Argentina la estructura “militarizada” del Servicio Penitenciario Federal, en la cual los abogados y, especialmente, los médicos y demás profesionales de la salud se encuentran subordinados en grado y “asimilados” dentro de dicha estructura jerárquica al personal penitenciario que tiene trato directo y cotidiano con los internos.
Dicha estructura militarizada fue convertida, además, en una “fuerza de seguridad” por el art. 1 de la actual “ley” orgánica, la norma de facto 20.416 de 1973, antes citada que, en este aspecto particularmente relevante en lo que nos ocupa, continúa aplicándose cual si fuera una ley de la nación argentina.
El efecto jurídico más importante de esta última transformación ha sido asignar a las propias autoridades penitenciarias, como “fuerza de seguridad”, el rol de auxiliar de la justicia y, consiguientemente, la función de elaborar la prevención sumaria en las causas en las que se investigan delitos de acción pública ocurridos en el ámbito carcelario, entre otros, la posible aplicación de tormentos.
Esto, obviamente, no era así anteriormente. Cuando se denunciaba la aplicación de tormentos en el interior de una prisión, intervenía en la “prevención sumaria”, como auxiliar de la justicia, el personal policial territorialmente competente, que era el encargado de la encuesta inicial y de la preservación de la prueba y vestigios del delito.
Pero desde hace más de treinta y tres años, en cambio, son las propias autoridades penitenciarias las que efectúan las tareas de prevención sumaria en el caso de delitos de acción pública ocurridos en prisión. Estas tareas, debe destacarse, comprenden la preservación del “cuerpo del delito” es decir, de los rastros materiales del delito y la realización de las primeras peritaciones, fotografías, inspecciones oculares, secuestros, etc.
Normas de facto similares siguen vigentes en la provincia de Buenos Aires y en la de Santa Fe (dos de los principales distritos penitenciarios), entre otras.
Cuando sucedió la masacre del penal de Magdalena, un incendio en el que murieron decenas de internos con muy buena conducta, fueron las autoridades penitenciarias bonaerenses las que preservaron, hasta la intervención judicial (del Ministerio Público Fiscal) la zona acordonada. También luego de la masacre ocurrida en la prisión de Coronda, provincia de Santa Fe, cuando un guardia fue obligado por internos a franquear el paso a otro sector en el cual fueron asesinados varios internos, fue el personal penitenciario provincial el que tuvo esa función y, según denunciaron los querellantes la cumplió ordenando a los presos sobrevivientes limpiar los restos de sangre sin previamente tomar muestras, fotografiarlos o documentar su ubicación de modo fehaciente. Lo mismo, lamentablemente, ocurre en el ámbito federal, dado que son las propias autoridades penitenciarias, en virtud de la citada norma de facto, quienes efectúan “prevenciones sumarias”, al menos hasta la primera intervención judicial, en todas las causas iniciadas por homicidios, lesiones o tormentos ocurridos en prisión y por cualquier otro delito (tráfico de estupefacientes, entre otros).
Resulta del todo evidente que es inconveniente que quienes pueden, eventualmente, tener responsabilidad por autoría directa comisiva u omisiva o por facilitar la comisión de los delitos por terceros en los hechos criminales ocurridos en prisión, como es el caso de las autoridades penitenciarias, sean quienes tienen a su cargo la prevención sumaria de esos mismos hechos.
El compromiso asumido por el estado Argentino al ratificar la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes del 10 de diciembre de 1984, de velar porque en casos en los que hay motivos razonables para creer que se ha cometido un acto de tortura, las autoridades competentes procedan a una investigación pronta e imparcial, obliga a modificar de modo inmediato esta disposición legal de facto, dado que su cumplimiento, en mi opinión, se ve afectado por la intromisión en dicha investigación de los propios imputados o de sus compañeros de estructura militarizada.
Sólo se podrá dar cumplimiento efectivo a este compromiso internacional cuando ante la denuncia o evidencia de la posible comisión de delitos de aplicación de tormentos o apremios ilegales ocurridos en prisión, no intervengan en la prevención sumaria en la que se investiguen tales torturas las propias autoridades penitenciarias. En realidad, ello resulta conveniente cualquiera sea el delito de acción pública que se denuncie que ha ocurrido en prisión. En todos los casos será conveniente que no intervenga en la prevención el personal penitenciario que puede resultar en definitiva imputado.
Pero, además, incluso la investigación ya radicada en sede jurisdiccional se ve afectada por las consecuencias de las normas de facto impuestas por las reiteradas interrupciones en el orden constitucional padecidas por los argentinos, dado que el gobierno federal argentino comisiona a los abogados del Servicio Penitenciario Federal con mayor jerarquía (a los Jefes de las Auditorias Zonales) actualmente, para que asistan en su defensa en sede judicial a los funcionarios públicos integrantes del Servicio Penitenciario Federal imputados de haber aplicado tormentos a personas privadas de su libertad en cárceles federales.
Un lamentable ejemplo:
Esto ocurrió en la causa en la que los integrantes del cuerpo de requisa de la Unidad nº 7 del Servicio Penitenciario Federal fueron indagados por imputárseles la comisión del delito de apremios ilegales (autos caratulados Zacarías, Guillermo Javier s/ denuncia, que tramitan bajo el número de causa nº 191/02 del registro del Juzgado Federal de Resistencia, provincia del Chaco, Argentina). Su defensa en dicha causa judicial fue asumida oficialmente por la auditora zonal del Servicio Penitenciario Federal de la zona norte, Dra. Sandra Wanich y por el auditor de la Unidad nº 7 Dr. Sergio Blanco.
Esta indebida práctica del Estado argentino es claramente contraria al deber de asegurar la imparcialidad de la investigación que deben recibir las denuncias de cualquier acto de tortura. Conspira de modo grosero contra la imparcialidad de la investigación judicial, que el Poder Ejecutivo nacional comisione a sus funcionarios más calificados en la zona para defender en dicha causa penal al personal ya indagado por la justicia por sospecharse su intervención en la imposición de apremios ilegales.
El carácter sistemático de esta práctica violatoria fue impuesto hace más de 30 años, cuando otra norma de facto, emanada de un gobierno dictatorial: el art. 37 inc. Ñ) de la citada ley de facto 20.416, garantizó como un “derecho” del personal penitenciario el:
“ser defendido y patrocinado con cargo de la Institución (el Servicio Penitenciario Federal) cuando la acción fuese entablada con motivo u ocasión del ejercicio de su función”,
/lo que ocurre sin excepción cuando se denuncia la aplicación de tormentos en las cárceles atribuyendo la autoría a agentes penitenciarios, caso en el que la acción penal es entablada con motivo del ejercicio de sus funciones.
La práctica es aún más anómala y grave pues el personal al que se le asigna la tarea de defender en sede penal a los imputados en casos de tortura o malos tratos, tiene por cometido funcional habitual asesorar o instruir los sumarios administrativos en los que corresponde deslindar la responsabilidad administrativa en la que pueden haber incurrido los mismos imputados.
Normas similares rigen en la ley de facto que regula a la Policía Federal argentina (Decreto-Ley 333/58 y su decreto reglamentario de facto del año 1983). Es decir, también los funcionarios policiales acusados de aplicar tormentos tienen derecho a ser defendidos por abogados de la institución a la que pertenecen. Al menos, las causas por apremios ilegales ya no son juzgadas por los procedimientos del Código de Justicia Policial ni en tribunales policiales, como ocurriera luego de la reforma constitucional de 1949, para eterna vergüenza de los constitucionalistas que lo favorecieron.
Por estos motivos considero que en la Argentina no se respetan los principios del Protocolo de Estambul en la investigación de las torturas impuestas en establecimientos penitenciarios federales o bonaerenses o en alcaidías policiales federales y bonaerenses, que encierran, respectivamente a un sexto y a la mitad de la población carcelaria total del país, lugares en los que la experiencia enseña que es posible que se apliquen tormentos.
Tampoco se ha avanzado en el incumplido compromiso de crear un mecanismo nacional de prevención de la tortura, conforme lo previsto en el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura.
Al menos, la investigación de los hechos pasados, ocurridos durante la última dictadura militar, cuenta con el impulso gubernamental, aspecto satisfactorio que no puede distraer la atención de los motivos de preocupación actual.
Sergio Delgado